Puede que la memoria sea selectiva o en ocasiones interesada por el bien los argumentos en un debate, y Raúl González Blanco ha sido motivo de discusión habitual en los últimos años. Tras dos positivas temporadas en Alemania vistiendo la camiseta del Schalke, donde ya siempre será un ídolo, el Siete parecía alejado de los grandes focos en los rascacielos de Doha, pero hoy vuelve al lugar donde se hizo grande para volver a vestir durante 45 minutos la camiseta con la que marcó goles que valieron victorias, títulos y el aprecio de una afición que hoy vuelve a acogerle entre los suyos. Y con él vuelve el debate: ¿qué hizo de Raúl uno de los grandes más allá de su profesionalidad? Personalmente no sé si tengo la respuesta, pero sí mis impresiones.
Y hablo de la memoria porque de Raúl se habla mucho de sus últimos años en el Bernabéu y no tanto de la década de los noventa, su mejor época. Es innegable que el antiguo capitán madridista experimentó un cambio en su fútbol a partir de sus peores años en los que dividió al aficionado entre sus detractores y sus incondicionales. Raúl me recuerda a algunos personajes de una serie de televisión: te acostumbras a ellos con el paso de las temporadas, posteriormente vuelves a aquellos primeros capítulos y observas que era ciertamente diferente, y con el paso del tiempo se fue quedando con aquello que mejor funcionaba. Creo que Raúl hizo lo mismo: explotar sus virtudes, lo que más funcionaba.
Porque el Raúl de los primeros años era un chaval descarado, que se enfrentaba al Barcelona o al Atlético de Madrid como si continuase jugando en los campos de Segunda B ante el Fuenlabrada o el Alcalá. Era una de las grandes virtudes que veía en Raúl: nunca tenía miedo a intentar lo que otros con más capacidad técnica no se atrevían ni a imaginar, por eso marcó goles como éste o éste. Y no es que fuese un jugador sin técnica individual, ni mucho menos, como tantas veces se ha dicho, sino que explotaba al máximo la suya. No había llegado hasta ahí para no atreverse a hacer una vaselina o intentar el disparo desde fuera del área. Y en Alemania tampoco se olvidó de intentarlo.
Y tras deslumbrar a toda la Europa futbolística, Raúl entendió tras sus mejores años y sus peores momentos, entre los que se incluyeron lesiones, que había llegado la hora de reinventarse, de explotar aquello de ser el más listo de la clase, de estar siempre en el momento adecuado, de buscar el movimiento preciso medio segundo antes que su rival, de buscar las cosquillas al contrario para aprovechar su despiste. Era lo que le diferenciaba del resto y había que subrayarlo. Así, sus números continuaron creciendo así como su leyenda aunque también las voces críticas.
Han pasado los años y continúa siendo un debate al que todos gustan sumarse, pero hay algo que no ha cambiado: el cariño de los suyos y el máximo respeto de la gran mayoría de sus rivales. Seguramente tardaremos en ver otro Raúl: los habrá más rápidos, más técnicos, con mejor disparo, con mejor remate de cabeza o con más regate, pero no serán como él. Pero de momento, hoy tendremos la oportunidad de verle de nuevo de blanco en el Bernabéu, como entonces.