Noche de locura la vivida en el Camp Nou ayer. Por un lado, por la superlativa demostración futbolística del Barcelona al mundo en la semana en la que a pesar de haber alcanzado las semifinales de la Copa del Rey y de haber escalado hasta la primera plaza de la Liga Atlético mediante, su fútbol tecnicolor había dado señales grisáceas capaces de activar la ira de los metomentodos de barra de bar, deseosos que el bache por ganar a Athletic o Atlético guardando la ropa se prolongase hasta el infinito y más allá. Por el otro, por la peligrosa caída en picado de unValencia del que cada partido se espera que sea su partido y que esta vez sí, parece haber concedido a su afición todos los argumentos habidos y por haber para que se dude del proyecto, del dueño del club, del entrenador, de los jugadores y hasta del apuntador.
El 7-0 refleja perfectamente la diferencia sideral entre Barcelona y Valencia. Los barcelonistas tiraron de repertorio desde el principio, sin dejar espacio a la improvisación, con un fútbol altisonante, ensordecedor; capaz de matar a su rival sin palabras, únicamente con la convicción de saberse insultantemente superior. Anoche Luis Suárez metió cuatro goles y Messi tres. Pero todos los blaugrana que coincidieron sobre el verde estuvieron de fábula, moviendo la pelota como si de trileros se tratara mientras su rival observaba y se veía incapaz de adivinar cuál iba a ser su destino. Una máquina balompédica que se marchó al vestuario con 3-0 y que había puesto de patitas en la calle al Valencia en menos de 45 minutos. No le habría hecho falta la dudosa expulsión de Mustafi para continuar la borrachera de goles.
Pero si ya con once los che hacían aguas, con uno menos, y con un Barça que no daba tregua, en la segunda parte se mascaba la tragedia para el pusilánime Valencia. Neymar se permitió, justo antes del descanso, fallar un penalti que olía a leguas que fallaría, y ya en la reanudación prosiguió el showlocal y el lamentable espectáculo visitante. Está claro que el duelo de anoche era desigual, pero lo injustificable fue la actitud de un cuadro, el de Neville, que jugó desde el segundo gol en contra con los brazos en jarra, sin pelear todas y cada una de las acciones, sin mostrar un ápice de amor, ni que fuese propio, a una afición que le espera pañuelo en mano en Mestalla de aquí una semana. A su entrenador, el tiempo que le quede, debe alguien recetarle una buena dosis de autocrítica. Ayer no hubo más remedio que asumirla, pero desde que llegó lo que dice con lo que pasa parece cualquier cosa menos lo mismo.
Queda un partido de trámite para el Barça dentro de siete días y una probable pesadilla para el Valencia si su afición se digna a ir a ver a su equipo. Los de Luis Enrique están virtualmente en su primera final de la temporada y el Valencia, tras su esperanzador paso copero, debe centrarse en la primera de las finales que de verdad le quedan de aquí a mediados de mayo. El partido del domingo, en el Benito Villamarín ante el Betis, un envite de su Liga, marcará no sólo el recibimiento del próximo miércoles, sino el devenir de un Neville que ha sido incapaz de dar pie con bola desde que llegó y que por el bien del futuro del Valencia, debería tomar el mismo camino al que ha llevado a su equipo en el torneo del KO.
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