No hablaré de goles celebrados ni de títulos conquistados, de jugadores emblemáticos ni de entrenadores para el recuerdo. No soy precisamente quien más vivencias tiene en San Mamés, pero nunca olvidaré la primera vez que vi aquel estadio. Hace poco más de un año llegaba de Santander en autobús para hacer unos exámenes y, a pesar de la cercanía, no conocía la ciudad. Al bajar del vehículo lo primero que hice fue preguntar qué tendría que hacer para llegar a mi destino, así que a “información” me dirigí sin saber si tendría que coger algún autobús o el metro. Tan sólo me faltaban los bermudas y la camisa hawaiana. Pero cuál fue mi sorpresa al comprobar que el lugar del examen lo tendría a apenas cincuenta metros de la estación, así que allí fui para localizar cuanto antes el emplazamiento.
No tardé en encontrarlo, y un poco más allá, al lado, se alzaba el estadio de San Mamés, así que una vez sabía dónde tendría que dirigirme, acercarme allí era asunto obligatorio. No era día de partido así que estaba cerrado y los aledaños estaban en calma, y lo que hice fue dar un rodeo. Así comencé a conocer las calles más cercanas de aquella ciudad y vi, en las puertas del estadio, pequeños resquicios del interior: algunos asientos, una parte de césped, alguna valla publicitaria… seguí caminando y me encontré con la puerta del museo de club, acompañada de imágenes de algunos de los futbolistas que habían vestido su camiseta en forma de cromos gigantes. El más grande, el de Julen Guerrero, un ídolo en Bilbao. Cerca se encontraba también, conmemorándola, la primera piedra del estadio.
Pero tocaba volver al asunto de los exámenes. Tenía unos por la mañana y otros por la tarde, y apenas me quedaba media hora para el primero. Una vez hechos tenía tres horas hasta los dos últimos. Los más complicados, por cierto. Quería aprovechar ese tiempo para dar ese último repaso, así que procuré buscar un lugar tranquilo para ello, y encontré un banco al pie del estadio, un banco en el que me sentaría aquellas casi tres horas que se me pasarían volando, con San Mamés como compañero silencioso.
De vez en cuando echaba un vistazo al campo y me imaginaba la cantidad de historias y anécdotas que encerraban aquellas paredes, aquellos muros entre los que se habían celebrado ligas y copas, que habían visto enfrentamientos contra algunos de los mejores equipos de Europa, que habían visto desfilar a los mejores jugadores de la liga española, que habían idolatrado a Zarra, Iribar, Zubizarreta, Sarabia, Etxebarria, Gainza, Dani, Pichichi, Goikoetxea, Javi Martínez, Andrinua, Irureta, Muniain, Panizo…
En otras ocasiones fui conociendo más Bilbao, y no tardé en darme cuenta de lo que significa el Athletic Club en aquellas calles, ni cómo San Mamés, La Catedral, es el epicentro de toda esa pasión. Por eso cuesta imaginar desde fuera en toda su dimensión lo que significa el adiós de San Mamés para su afición después de cien años, recién cumplidos, acudiendo cada dos domingos a ver a su orgullo, a Los Leones. Justo al lado se está levantando su heredero, San Mamés Barria, más grande, más moderno, más acorde a los nuevos tiempos, que espera ver otros cien años de grandes historias, pero nunca olvidarán aquel viejo estadio que formó parte de sus vidas. Me alegro de haberle conocido. Y por cierto, aprobé aquellos exámenes.