Si uno se entretenía en la previa de la final del mundial haciendo un once entre las selecciones de Francia y Argentina, los galos eran seguramente mayoría en las elecciones de cada cual: de la albiceleste se colaría Messi, Martínez en la portería y quizá la revelación de Enzo Fernández y alguno más. Pero el equipo francés era más rutilante: tenía estrellas en cada línea de los mejores equipos del mundo, incluso Griezmann fue recuperado para la causa hasta convertirse en uno de los jugadores del mundial. Sin ánimo de menospreciar a ningún equipo, pero poniendo las cosas en perspectiva, con Argentina venían el portero del Aston Villa, defensas del Benfica y el Lyon, jugadores que no rendían en el Atlético, un Di María desechado por el PSG y que apenas había brillado en la Juventus, el suplente de Haaland en el City e incluso un centrocampista del Brighton con apellido escocés. Por si fuera poco, uno de los que más nombre tenía como Lautaro se diluyó en el torneo hasta, eso sí, una aparición fulgurante en la prórroga.

Nombre por nombre, no era la selección del mundial, lo que no hace sino constatar el gran trabajo de Lionel Scaloni con la ya campeona del mundo. Argentina fue un equipo rocoso cuando tocaba serlo y agitador cuando era necesario. Pero por encima de todo, tenía un grupo de jugadores entregados a la causa, incansables sobre el verde, inquebrantables ante cualquier contratiempo: para ellos solo podía haber un desenlace en ese mundial, y era el de Argentina levantando su tercera copa del mundo. A la albiceleste la elevó su fe en la victoria, el empuje de su gente, que también era una presión a veces desmedida: quizá los de Scaloni ganaron porque no les quedaba otra, porque vislumbraban el azote en la derrota.

Y en el otro lado, Francia: una selección de ensueño, el equipo ideal que cualquiera podría haber formado en su imaginación, pero Deschamps especuló de más. Fue un mundial este, el de Catar, en el que la posesión y el centrocampismo fueron actores secundarios. Argentina no escapó a esa tendencia en muchos momentos, pero cuando tuvo que morder, lo hizo, y en la final quiso llevar las riendas. Solo el empuje final de Francia y la aparición estelar de Mbappé evitaron la cómoda victoria de una Argentina que durante 80 minutos lo tuvo todo controlado. Y sin embargo, tras empatar el 2-0 en un suspiro, los quince minutos restantes fue Francia la que más hizo por llevarse el partido, cuando se quitaron por fin las cadenas. Los cambios de Deschamps, extraños en un principio, dieron un nuevo aire al equipo con los Camavinga, Kolo Muani o Marcus Thuram, pero una vez terminado el tiempo reglamentario y empezada la prórroga, Francia volvió a recogerse mientras Argentina se fue otra vez hacia arriba. La albiceleste se adelantó de nuevo, y solo un penalti en los minutos finales a favor de Francia, en un nuevo arreón cuando no quedaba otra, llevó el partido a los penaltis. Argentina también fue mejor ahí, donde certificó el título de campeona del mundo. Lo fue porque propuso más y creyó siempre en la victoria.

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Gabriel Caballero

Periodista
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