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Fútbol lacrimógeno

El graciosillo que en el colegio tiraba la bomba fétida y provocaba una peste insostenible en los pasillos de las aulas ha evolucionado. Ahora se dedica a pagar religiosamente una entrada de un partido de fútbol para, bote con gas lacrimógeno en mano, hacerlo estallar en medio de un estadio. A diferencia de las travesuras de entonces, aquí la cosa no hace ni pizca de gracia. En el colegio —o al menos al que iba el arriba firmante— no nos cacheaban, ni nos hacían enseñar la mochila en la entrada del recinto. Se supone que en El Madrigal, como en cualquier escenario futbolístico, sí. Y de igual forma, mientras en el colegio todos callaban como putas para no chivarse del provocador del hedor, en estos niveles, cuando el graciosillo ha evolucionado a bufón, no queda otra que señalarle. Y que pague con las consecuencias. Que el humo que su artefacto provocó no impida encontrarle. Ya ni al puto fútbol se puede ir tranquilo. Para desgracia de todos, la imagen del fútbol español —como la que refleja el país— está de capa caída. Y los energúmenos no ayudan.

Durante la semana otro episodio: el que se vivió en el Vicente Calderón con el lanzamiento de un mechero a la cabeza de Cristiano Ronaldo. Se ha castigado al conjunto rojiblanco con 600 míseros euros. Desconozco cómo se mide la cuantía de una multa por un mecherazo, pero lo cierto es que aquí lo que se castiga es la puntería del enésimo sujeto que asiste a un partido de fútbol. Cada jornada asistimos a casos similares. ¿Cuánta mierda lanza cualquier aficionado al campo sin que se cruce con su presa? Habría que preguntárselo a quienes cuidan el césped, o los que se encargan de limpiar las instalaciones.

En 2011 asistí al Camp Nou con mi novia y unos amigos para ver un Barça-Real Madrid de la Supercopa de España. Ella es del Madrid y, como tal, iba ataviada con su bandera madridista. Situados en el Gol Norte, ahí donde Cristo perdió el zapato, unos mal denominados aficionados se tomaron esa bufanda como una provocación. Así que se tomaron la justicia por su mano y decidieron arrebatársela, así porque sí. Con él, una legión de ineptos más elogió su actitud mientras que nosotros observábamos, impasibles, como la teórica seguridad del estadio, con unos bonitos petos naranjas, se veían a lo lejos. Probablemente con unos prismáticos. Los sujetos que se dedican a quitar bufandas sin que haya una mera provocación iban de alcohol hasta las trancas. El mismo alcohol que probablemente antes de entrar al campo habían ingerido y el mismo que les sirvió en bandeja los chiringuitos del Camp Nou. No se puede fumar, pero para beber cerveza no hay límite. Afortunadamente la cosa quedó ahí, pero para ser la primera vez que visitaba el Camp Nou —a pesar de sus colores es algo que le hacía ilusión—, a mi chica no le quedaron muchas ganas de repetir.

Meses después, si mal no recuerdo, pasó aquello en el Reyno de Navarra que, en este caso, sí filmaron las cámaras. Me juego lo que quieras a que estas cosas pasan en los estadios semana tras semana porque la seguridad, como más o menos la justicia en este país, ni existe ni son los padres. Ahora todos nos lamentamos por lo ocurrido en El Madrigal, por el mecherazo del listillo en el Calderón —del que estoy seguro que muchos fueron cómplices— y deseamos que no se vuelva a repetir. Si no nos lo tomamos en serio, pero realmente en serio, el fútbol, como se está convirtiendo la sociedad, será un circo. Pero sin gracia.

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