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La otra maldición

Tengo un amigo que, durante la semifinal contra Italia, me recordó que existe una maldición que persigue al ganador de la Copa Confederaciones: se conoce que quien logra alzarse con el título, al año siguiente no gana el Mundial. Así, ni Argentina (1992), Dinamarca (1995), Brasil (1997, 2005 y 2009), México (1999) y Francia (2001 y 2003), que han sido campeones en alguna de sus ediciones, han reeditado el éxito tras cosechar la Confecup.

Muy bien —le dije— ¿Y?
Pues que si el año que viene quieres otra estrella ya sabes lo que toca.
¿Palmar?
Exacto.

Mientras pasaban los minutos, el empate a cero seguía reinando en el marcador y la ansiedad empezaba a corroer mi cuerpo, terminé viendo el partido en un bar de mala muerte en el que aparte del cero a cero, también reinaba el pesimismo:

¡Vamos a perder seguro! Los italianos nos están perdonando la vida —escuchaba.

Desde que acabó el partido hasta que se inició la prórroga y la posterior tanda de penaltis me desplacé en coche deseoso de encontrar el lugar donde acabar de verlo. Para mi desgracia, todos los semáforos se pusieron en rojo, y a los cuatro gatos que había por la calle les dio por cruzar el paso de peatones justo a mi paso.

En la radio no era lo mismo. Chillaban mucho y no entendía nada. Tan pronto te susurraban tonterías como aumentaban los decibelios hasta dejarte sordo cuando un italiano disparaba al palo, con la jodienda de no saber si quien había chutado era España o Italia hasta pasados unos minutos.

Me perdí el zapatazo de Giaccherini a la madera pero llegué a tiempo para ver el tramo final de la prórroga. A esas alturas en el bar ya se había discutido sobre la titularidad de Casillas, la presencia de Torres en detrimento de Soldado o de si Xavi está caducado o no. En ese lugar a nadie se le pasaba por la cabeza la clasificación. Todo era mal rollo: todo eran pegas. Parecía como si supieran de la maldición que me recordó mi amigo, pero me temo que no. El disparo al palo del ‘8’ y el arreón final traducido al desespero general dieron paso a los penaltis.

¡Tenemos a San Casillas! —repetía una mujer con esmero— ¡Tenemos a San Casillas!
Este para, como mínimo, uno —auguraba su acompañante.

El pesimismo tornado optimismo duró lo que tardó Iker en no detener la primera pena máxima. Y, como sucedió con la radio, aumentó la graduación a medida que avanzaba la tanda y el portero no detenía ningún lanzamiento de los italianos.

Uno de los allí presentes espetaba algunas clásicas:

¡Pero si eso me lo paro hasta yo!
¡Si se ha quedado quieto!
¡Es una estatua!

El momento épico llegó cuando un tipo barbudo, cara de veterano de guerra y arrugas en el rostro se dirigía al balón. La señora de mi lado no tenía dudas:

Este es muy viejo. Falla seguro. ¡Vamos San Casillas!

No. Pirlo no falló. Y tras los cinco penaltis de rigor llegaron los del todo o nada. De Busquets pocos se fiaban. En Iker habían dejado de confiar. Así que el hombre que combinaba su concurso en la tragaperras, se bebía un gin tonic y a la vez observaba con el rabillo del ojo el final de locura que nos esperaba, lo tuvo claro:

Este la tira fuera —mientras Bonucci se acercaba al punto fatídico— Ya veréis, ya.

Como si de un periódico deportivo se tratara, añadió segundos después:

¡Ya os lo he dicho yo!

El hombre polivalente, sin embargo, había repetido la misma cantinela durante los anteriores lanzamientos de Italia, por lo que su vaticinio, en el argot periodístico exclusiva, se había desbravado para entonces. Por cansino.

Llegó el turno de Jesús Navas. Se hizo el silencio. Por una vez no hubo un comentario despectivo o desesperanzador. Todos callados.

¡Gooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooool!

Y al salir del bar, dándole vueltas a aquella maldición. Si ganar la Confederaciones o arriesgarse a aplazar la celebración para el año que viene.

¿Recuerdas cuándo antes nunca pasábamos de cuartos? —me dijo mi chica.
Sí.
Pues aquello, cariño, también era una maldición.

En NdF | Copa Confederaciones 2013

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