Hemos escuchado hasta la saciedad, e incluso ha salido de nuestras bocas, que la aparición del coronavirus iba a cambiar nuestras vidas. Íbamos a convertirnos en seres humanos con más corazón, con más empatía; que íbamos a darnos cuenta de los pequeños detalles: que estar dos meses encerrados en casa nos iba a enseñar que se puede vivir con poco o, al menos, sin la necesidad de comprar de todo y a todas horas. Que la solidaridad iba a inundar el planeta, que el egoísmo iba a ser suplantado por la gratitud, que los sanitarios por fin iban a tener un salario acorde a sus funciones y que las prioridades de todos nosotros iban a cambiar. Que como sociedad íbamos a unirnos y apoyarnos como nunca y que el individualismo que reina entre los ciudadanos mutaría a una camaradería que ríete tú de los aplausos en los balcones de las ocho. El mundo, en resumidas cuentas, iba a ser un poco mejor.
Toda esta retahíla de buenas intenciones no ha tardado en volar por los aires con todas y cada una de las fases de desescalada que, progresivamente, ha ido anunciando un gobierno de pandereta que seguramente no lo ha hecho peor de lo que lo hubiera hecho cualquiera de esos partidos que, desde la oposición, critican con saña absolutamente todo. Que levante la mano el que no se haya pasado por el arco del triunfo alguna —o varias, o ¿todas?— de las medidas que se han ido tomando para volver, poco a poco, a la normalidad. A la nueva normalidad. A esa que estaría bien añadirle el prefijo A—. Incluso el confinamiento se lo saltaban los más valientes. Como para pedirles ahora que respeten la distancia social, que hagan quedadas de como máximo, diez personas, que esperen un poquito para acudir a su segunda residencia o que tengan la decencia de ponerse una triste mascarilla. La filosofía del absurdo se ha convertido en el caldo de cultivo de una sociedad que se ha olvidado en tiempo récord de los contagiados, de las víctimas y de por qué salían a aplaudir, en punto de las ocho, a todas aquellas personas a las que, smartphone en mano y cámara activada, encumbró.
Dice Raúl Ferruz en su última novela que «hemos convertido el confinamiento en un acto de heroicidad, y no es más que un gesto. Pero como nunca hemos renunciado a nada, una uña astillada nos parece una pierna amputada». Una perfecta analogía que refleja lo extremadamente acomodados que estamos y lo fácil que podemos elevar a categoría de hazaña un acto que rompe cualquiera de nuestros esquemas. Parece como si esta pandemia, gasolina para ese fuego denominado zona de confort, haya sido fruto de la imaginación y que, como si fuéramos zombis en un videoclip de Michael Jackson, únicamente haya servido para echarnos unos bailes durante la cuarentena. Corten y sigan, como si nada.
Todo esto, de alguna manera, también debe afectar al fútbol, eso de lo que se supone que has entrado a leer. Algo tiene que cambiar. Y no me refiero a lo que todos estamos viendo estos días, protocolo de seguridad mediante. Sino a la forma de encarar la economía de los clubes y la de afrontar el mercado de fichajes. Todos tienen pérdidas, han sufrido ERTES y las cifras que se barajan para según qué fichajes siguen siendo escandalosas. Tanto para cualquier mortal como para el inflado mercado. Así que imagino un mercado a la baja, sin operaciones estrambóticas e incluso con equipos acostumbrados a despilfarrar haciendo un acto de sentido común: abrochándose el cinturón y apostando por la cantera, por los jugadores de casa o por aquellos cedidos que merecen una oportunidad, en tiempos de crisis. Lo espero como lo esperaba de la sociedad. Porque para muchos de ellos esta situación sí ha sido como amputarles una pierna.