Una imagen corrió como la pólvora poco después de la discreta victoria del Barcelona ante el Dinamo de Kiev en Champions. En ella, con un importante zoom, se podía ver a Messi caminando sobre el césped mientras un jugador del conjunto ucraniano, Andrievsky, iniciaba a unos metros del argentino una jugada sin que el ‘10’ hiciera, siquiera, un amago de presionar. Lo que no se mostraba en esos pantallazos era el momento exacto del partido: minuto 92:46. Faltaban escasos segundos para que se cumplieran los tres minutos que había agregado el colegiado, pero las capturas ya estaban ahí: y de ahí al dedo acusador hay una finísima línea que, como era de esperar, situaron al argentino como una suerte de holgazán cuyo rendimiento e implicación son impropios de un jugador del Barcelona.
Rápidamente el diagnóstico que propició que Stegen fuese el salvador del choque ante los de Lucescu pasó a un segundo plano. El objetivo no era otro que atizar a Messi que, en ese choque, había marcado el 1-0 de penalti a los cinco minutos. Pero con el argentino, este curso, hay demasiado escepticismo. Suma 5 tantos, los cinco desde los once metros. Y eso, siendo quién es, no es suficiente. Tiene que meterlos como siempre ha hecho, de jugada, y no importa su efectividad desde el punto fatídico. Como la Pulga de momento no se parece al de cursos anteriores, cada vez que no cuaja una actuación como la que sus múltiples detractores ―que no son pocos― esperan, aparece la sombra de su adiós, de su burofax, de su infelicidad y de su deseo de hacer las maletas de una vez y largarse de la Ciudad Condal.
No importaría, en cualquier caso, que Messi ante el Dinamo hubiese firmado tres goles. La imagen que quedaría para la posteridad sería la de su manera de no presionar en la salida del balón faltando 14 segundos para el final. Porque para quienes quieren verlo fuera de Can Barça, cualquier anécdota es elevada a categoría de drama. Tampoco los haters verán que fue un robo suyo a Rodrigues el que originó el segundo tanto ante el Dinamo. Eso poco importa. Lo importante es que «está en declive». Y eso vende.
Sin embargo, ‘descubrir’ ahora que Messi no es precisamente Puyol en el marcaje a Figo en el Clásico de 2000 es bastante bochornoso. Leo nunca ha sido el rey de la presión, ni ha destacado por ello, aunque tampoco es que se pase todo el duelo caminando, como muchos han querido dejar ver. Presiona cuando tiene que presionar y baja cuando tiene que bajar. Pero su función dentro del rectángulo de juego es otra, y es la de generar superioridades, ocasiones, espacios y goles. Por eso mismo, en el tramo final de la pasada temporada, se hacía bastante incompatible su presencia con la de su amigo Luis Suárez. Si un futbolista no presiona pero lo hacen el resto, puede funcionar. Pero si lo hacen dos, el equipo se resiente.
En febrero de 2016 un informe ponía sobre la mesa datos abrumadores: Messi había corrido por entonces menos que cinco porteros de la Champions League y era el segundo que menos lo hacía por partido, únicamente ‘superado’ por Naldo (Wolfsburgo). Sin embargo, Leo, pese a sus ‘escasos’ 8,4 kilómetros recorridos, fue el mejor del Barça en el Emirates Stadium, donde consiguieron imponerse por 2-0 con dos dianas del ‘10’, que marcó diferencias. En esa época se aplaudía su tremenda capacidad para gestionar sus esfuerzos durante los encuentros, un hecho que le permitía no entrar en las rotaciones, disputarlos completos y no caer en lesiones.
Hoy, sin embargo, se le pone en la diana por no haber presionado a falta de 14 segundos ante el Dinamo de Kiev, obviando el cronómetro y sus acciones previas, y poniendo en valor unas estadísticas que le sitúan lejos del mejor Messi. Cierto es que con 33 años pocos futbolistas están en su apogeo o, al menos, en una curva ascendente. Pero dudar de Messi a estas alturas por una situación puntual e intrascendente también es un ejercicio de meapilismo únicamente al alcance de quienes quieren ver abdicar al rey.
En NdF | ¿Y si el ciclo de Messi en el Barcelona se ha terminado?